La otra historia del minotauro
Algún día contaré la verdadera historia del laberinto. En la historia que siempre se repite, el Minotauro es el monstruo que habita el laberinto, hijo de Pasífae y un toro. De un dios transformado toro. De un dios y una mortal. Un héroe, por tanto. Recluido por el rey para que nadie fuese testigo de la infidelidad de su esposa. Allí el Minotauro sobrevive alimentándose de los jóvenes que le eran entregados como tributo al rey. Y así sucede hasta la llegada de Teseo, enamorado de Ariadna, que consigue dar muerte al monstruo y después salir siguiendo el ovillo de hilo que lo conduce a la luz.
Ésta es la historia que se repite. La heterodoxa. La que todo el mundo sabe. Pero es la falsa historia. No es la que me gustaría contar a contar. En mi historia el Mintauro es un habitante y Teseo un profanador. Teseo es el asesino que altera la paz del laberinto. El verdugo que intenta dar muerte al Minotauro. Aquel que rompe el equilibrio perfecto de la naturaleza, el que introduce la violencia, el engaño y la simulación en un mundo contenido. En un mundo en que nada era necesario. Teseo: el profanador de tumbas. El que quiere pasar a la gloria. El cazador furtivo. El mercenario.
Mi historia sería diferente, sí. Teseo sería investido por el diablo. Pero es que ni siquiera conseguiría asesinar al Minotauro. Ni salir del laberinto. En mi historia, la bella Ariadna esperaría durante años en la entrada del laberinto. El hilo blanco, con el tiempo se volvería gris, y después negro, y después se desvanecería. Pero Ariadna mantendría la bovina en su mano, sin hilo alguno, como si se tratara del contrapunto perfecto de la Penélope tejedora. Dos esperas. Pero aquí sin el hilo del destino. Una espera deshilachada.
Tras varios años, en la historia que quisiera contar, alguien saldría del laberinto. Pero no sería Teseo, sino el Minotauro. Y Ariadna, cegada por mirar al vacío durante tanto tiempo, creería que el animal es su joven amante. Entonces Ariadna y el Minotauro se casarían, y tendrían un hijo. Otro monstruo, mitad toro, mitad humano. En ese momento Ariadna descubriría que su marido no es Teseo. Y para que nadie descubriese su indecencia, mandaría construir otro laberinto, para abandonar allí a padre e hijo, para siempre, encerrados, para que nadie volviese a saber lo que ocurrió, para que nadie creyese la historia que podría contar.
Después de la construcción del laberinto, Ariadna volvería a por Teseo. Se adentraría en el laberinto primigenio a la búsqueda de su verdadero amante. Pero allí no encontraría nada. Sólo un hombre, o algo que en un principio fue un hombre, que se comportaría como un animal. Un animal que intentaría matarla. Pero ella, armada, tras varias horas de lucha, conseguiría darle muerte. Por fin. Dar muerte al asesino. A Teseo, aquel que rompió el perfecto equilibrio de lo que no va a ninguna parte, aquel que entrometió sus narices en la tranquilidad de laberinto, aquel que nunca debió entrar, aquel que sólo consiguió reproducir la lógica con la que intentaba acabar.
Ésta es la historia que se repite. La heterodoxa. La que todo el mundo sabe. Pero es la falsa historia. No es la que me gustaría contar a contar. En mi historia el Mintauro es un habitante y Teseo un profanador. Teseo es el asesino que altera la paz del laberinto. El verdugo que intenta dar muerte al Minotauro. Aquel que rompe el equilibrio perfecto de la naturaleza, el que introduce la violencia, el engaño y la simulación en un mundo contenido. En un mundo en que nada era necesario. Teseo: el profanador de tumbas. El que quiere pasar a la gloria. El cazador furtivo. El mercenario.
Mi historia sería diferente, sí. Teseo sería investido por el diablo. Pero es que ni siquiera conseguiría asesinar al Minotauro. Ni salir del laberinto. En mi historia, la bella Ariadna esperaría durante años en la entrada del laberinto. El hilo blanco, con el tiempo se volvería gris, y después negro, y después se desvanecería. Pero Ariadna mantendría la bovina en su mano, sin hilo alguno, como si se tratara del contrapunto perfecto de la Penélope tejedora. Dos esperas. Pero aquí sin el hilo del destino. Una espera deshilachada.
Tras varios años, en la historia que quisiera contar, alguien saldría del laberinto. Pero no sería Teseo, sino el Minotauro. Y Ariadna, cegada por mirar al vacío durante tanto tiempo, creería que el animal es su joven amante. Entonces Ariadna y el Minotauro se casarían, y tendrían un hijo. Otro monstruo, mitad toro, mitad humano. En ese momento Ariadna descubriría que su marido no es Teseo. Y para que nadie descubriese su indecencia, mandaría construir otro laberinto, para abandonar allí a padre e hijo, para siempre, encerrados, para que nadie volviese a saber lo que ocurrió, para que nadie creyese la historia que podría contar.
Después de la construcción del laberinto, Ariadna volvería a por Teseo. Se adentraría en el laberinto primigenio a la búsqueda de su verdadero amante. Pero allí no encontraría nada. Sólo un hombre, o algo que en un principio fue un hombre, que se comportaría como un animal. Un animal que intentaría matarla. Pero ella, armada, tras varias horas de lucha, conseguiría darle muerte. Por fin. Dar muerte al asesino. A Teseo, aquel que rompió el perfecto equilibrio de lo que no va a ninguna parte, aquel que entrometió sus narices en la tranquilidad de laberinto, aquel que nunca debió entrar, aquel que sólo consiguió reproducir la lógica con la que intentaba acabar.
En un concurso de microrrelatos por Internet me tropecé con una joya que, en cuatro o cinco líneas, nos hablaba de un Lázaro resentido por la perturbación de su pacífico descanso, y del desagradable regusto a tierra que se le había quedado en la boca. Me gusta la idea de dar la vuelta a los mitos clásicos como a un calcetín, y me gustan particularmente este Teseo y este Minotauro. Pero mantengo mis dudas de siempre: ¿por qué no cuentas la historia que nos anuncias para algún día y que aquí prefieres tan sólo apuntar? ¿La llegaste a contar? ¿La contarás algún día? Y añado otra más: ¿cómo podía el Minotauro, un notorio herbívoro rumiante del cuello hacia arriba, alimentarse de los condenados al laberinto? En fin, misterios insondables
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